miércoles, 29 de enero de 2014

El Mago (1ra parte)

Sin dudas debió ser un día como hoy el día en que te conocí. No, no era Abril. Tampoco era esta ciudad, ni siquiera la misma estación. La moda era diferente, te veías tan apuesto con eso que llevabas, si hoy te viera de la misma manera, no podría parar de reír. ¿Te acordás de tu peinado? Aunque siempre lo negaste, nunca te gustó ser el diferente, al menos no por tu ropa o por la moda del día. Si ibas a sobresalir debía ser por cualquier otra cosa, pero no por eso, no era la ropa lo que debía hacerte único.
Lo tenías tan claro que a todos nos lo hiciste saber. Todos sabíamos que eras único, que escondías una especie de magia, pero como buen mago, no revelabas nunca tu secreto.
La gente, esos que caminan por las calles desoladas de tu memoria, con los que compartiste risas, algún que otro mate; con los que seguro en alguna prueba se copiaron y tuvieron charlas interminables en alguna noche de insomnio luego de una salida; eso, la gente… Esa gente… Puede que ellos hayan saboreado quien en verdad eras, y se dieron cuenta que no eras uno más, que no eras igual a ellos.
No dijeron nada, nadie se animaba a admitírtelo. Yo te lo dije, y si te tuviera en frente te lo volvería a decir. Lo supe desde siempre, tenés una magia que se huele a kilómetros de distancia.
Nadie se animo a ir más allá, a sacarte el disfraz de mago y en tu desnudez descubrir donde escondías esas cartas, de dónde salía cada moneda que mágicamente hacías aparecer, y como hacías que el sol siempre se encienda cuando mostrabas tu sonrisa.
Pero yo, como nena inquieta que siempre fui, además de admirar tu belleza, tus colores, tus monedas y tus cartas necesitaba saber cómo hacías... Me metí lo más adentro que pude. Atravesé el teatro colmado de gente (vos eras de los pocos que podía llenar un teatro, la gente se enloquecía con solo verte), crucé cortinas, vestuarios, y llegué…
Allí estabas… Vos, solo y sentado en una silla de plástico… Lo nuestro siempre fue teatro de barrio: sus paredes eran inventadas, los colores los ponía el amor, el humor, que se yo, digamos que lo hacía cada espectador; y en esa silla blanca, que en cualquier momento se despatarraba, me miraste a través del espejo cuando escuchaste que mis pasos se habían frenado. Sonreíste y me dijiste con el tono más dulce con el que jamás me hablaron:
-          ¿Se le perdió algo señorita?
Y sí, en ese momento perdí mi corazón en manos de un mago que nunca revelaría su secreto. Ni tuviste que mirarme a los ojos. No volteaste. Sonreíste, hablaste y me escapé corriendo, ese día no había función para mí.
La magia ya había ocurrido y ahora corría en mis venas.

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