Sin dudas debió ser un día como hoy
el día en que te conocí. No, no era Abril. Tampoco era esta ciudad, ni siquiera
la misma estación. La moda era diferente, te veías tan apuesto con eso que
llevabas, si hoy te viera de la misma manera, no podría parar de reír. ¿Te
acordás de tu peinado? Aunque siempre lo negaste, nunca te gustó ser el
diferente, al menos no por tu ropa o por la moda del día. Si ibas a sobresalir
debía ser por cualquier otra cosa, pero no por eso, no era la ropa lo que debía
hacerte único.
Lo tenías tan claro que a todos nos
lo hiciste saber. Todos sabíamos que eras único, que escondías una especie de
magia, pero como buen mago, no revelabas nunca tu secreto.
La gente, esos que caminan por las
calles desoladas de tu memoria, con los que compartiste risas, algún que otro
mate; con los que seguro en alguna prueba se copiaron y tuvieron charlas
interminables en alguna noche de insomnio luego de una salida; eso, la gente… Esa
gente… Puede que ellos hayan saboreado quien en verdad eras, y se dieron cuenta
que no eras uno más, que no eras igual a ellos.
No dijeron nada, nadie se animaba a
admitírtelo. Yo te lo dije, y si te tuviera en frente te lo volvería a decir.
Lo supe desde siempre, tenés una magia que se huele a kilómetros de distancia.
Nadie se animo a ir más allá, a
sacarte el disfraz de mago y en tu desnudez descubrir donde escondías esas
cartas, de dónde salía cada moneda que mágicamente hacías aparecer, y como
hacías que el sol siempre se encienda cuando mostrabas tu sonrisa.
Pero yo, como nena inquieta que
siempre fui, además de admirar tu belleza, tus colores, tus monedas y tus
cartas necesitaba saber cómo hacías... Me metí lo más adentro que pude.
Atravesé el teatro colmado de gente (vos eras de los pocos que podía llenar un
teatro, la gente se enloquecía con solo verte), crucé cortinas, vestuarios, y
llegué…
Allí estabas… Vos, solo y sentado
en una silla de plástico… Lo nuestro siempre fue teatro de barrio: sus paredes
eran inventadas, los colores los ponía el amor, el humor, que se yo, digamos
que lo hacía cada espectador; y en esa silla blanca, que en cualquier momento
se despatarraba, me miraste a través del espejo cuando escuchaste que mis pasos
se habían frenado. Sonreíste y me dijiste con el tono más dulce con el que jamás
me hablaron:
-
¿Se le perdió algo señorita?
Y sí, en ese momento perdí mi
corazón en manos de un mago que nunca revelaría su secreto. Ni tuviste que
mirarme a los ojos. No volteaste. Sonreíste, hablaste y me escapé corriendo,
ese día no había función para mí.
La magia ya había ocurrido y ahora
corría en mis venas.
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